Si el Renacimiento es el momento del descubrimiento del individuo, lo es también el de la fascinación por las riquezas materiales y todo lo visual, como pone de relieve la historiadora Ulinka Rublack en su nuevo libro "Dressing Up: Cultural Identity in Renaissance Europe" (Oxford University Press).
En medio de un proceso de creciente urbanización, las élites renacentistas rivalizan en el consumo de obras de arte y artesanía caras y refinadas, de muebles y ornamentos lujosos, todo lo cual constituye un proceso crucial para el nacimiento de la modernidad.
Cada vez se cuida más el aspecto de la persona, a lo que contribuye el arte del retrato, y artistas como Durero se esmeran en la forma en que se presentan al mundo demás como demuestra, entre otros, su famoso autorretrato que se conserva en el madrileño museo del Prado y que es la primera ilustración del libro.
Al mismo tiempo, el arte sartorial se transforma con el descubrimiento de nuevos materiales y técnicas de corte y de cosido, y con las nuevas modas masculinas, con trajes más ajustados, además de las continuas innovaciones en materia de accesorios.
El desarrollo de una nueva identidad burguesa bien definida y los contactos comerciales con Oriente contribuyeron asimismo al incremento de la producción y comercialización de todo tipo de artículos suntuosos.
La lujosa indumentaria formaba parte importante de las ceremonias cortesanas, y esa afición desmesurada a la ostentación provocó en su día, como pone de relieve la autora, las críticas de algunos escritores humanistas como Montaigne, que censura las modas siempre cambiantes, la artificiosidad creciente y la afición a todo lo nuevo por el sólo hecho de serlo.
Otros tratadistas como el famoso Baltasar de Castiglione, cuyo famoso retrato nos ha dejado Rafael Sanzio, criticarían a los cortesanos italianos por su tendencia a adoptar modas de otros países europeos en detrimento de las tradicionales.
A través de la forma de vestir determinadas sociedades expresaban simbólicamente sus ideas sobre el poder, la propiedad, la independencia política, el sexo, sus creencias, su profesión o su pertenencia a un determinado grupo social.
Pero el Renacimiento es al mismo tiempo una época de gran curiosidad por otros mundos, y así Durero viajó a Venecia, donde copió los estudios de orientales de Gentile Bellini, o Amberes, donde pudo admirar tantas maravillas importadas desde otros continentes como el americano.
La autora dedica páginas muy interesantes a otros artistas que continuaron las que podrían calificarse de estudios etnográficos de Durero como Christoph Weiditz (1500-1559), de Augsburgo, que representó en sus grabados sociedades étnicamente mixtas como la española, con sus moriscos, o las de América, con sus indios.
Otro alemán, Sigmund Heldt, llevó a cabo por aquel entonces la mayor compilación de trajes de todo el mundo, mayor incluso que la más famosa del veneciano Cesare Vecellio.
Heldt incorporó en su libro anteriores descripciones etnográficas de africanos, indios americanos, musulmanes cristianizados, turcos, pero también de otros individuos que tenía más cerca, ciudadanos de la propia ciudad de Nuremberg o campesinos de sus alrededores.
En otro tratado de ese tipo, el "Trachtenbuch" (Libro de Trajes), de 1577, el grabador Hans Weigel hizo una descripción de trajes de distintos países y grupos étnicos, incluidos los vascos, que serviría luego de modelo a otros como los del citado Vecellio, que se publicarían a finales de siglo.
Entre los grandes artistas que fijaron también su mirada en otras culturas está Hans Burgkmair, de Augsburgo, que ilustró un texto de su compatriota Balthasar Springer, quien había acompañado al primer virrey portugués de la India, Francisco de Almeida.
Burgkmair representó en monumentales litografías, que se copiarían después muchas veces, a los hotentotes de África occidental y a las gentes de Cochin (India).
En resumen, esta obra de la historiadora de Cambridge Ulinka Rublack, de 354 páginas y más de 150 ilustraciones en color, permite examinar desde una perspectiva tan original como interesante el siempre fascinante mundo del Renacimiento.
En medio de un proceso de creciente urbanización, las élites renacentistas rivalizan en el consumo de obras de arte y artesanía caras y refinadas, de muebles y ornamentos lujosos, todo lo cual constituye un proceso crucial para el nacimiento de la modernidad.
Cada vez se cuida más el aspecto de la persona, a lo que contribuye el arte del retrato, y artistas como Durero se esmeran en la forma en que se presentan al mundo demás como demuestra, entre otros, su famoso autorretrato que se conserva en el madrileño museo del Prado y que es la primera ilustración del libro.
Al mismo tiempo, el arte sartorial se transforma con el descubrimiento de nuevos materiales y técnicas de corte y de cosido, y con las nuevas modas masculinas, con trajes más ajustados, además de las continuas innovaciones en materia de accesorios.
El desarrollo de una nueva identidad burguesa bien definida y los contactos comerciales con Oriente contribuyeron asimismo al incremento de la producción y comercialización de todo tipo de artículos suntuosos.
La lujosa indumentaria formaba parte importante de las ceremonias cortesanas, y esa afición desmesurada a la ostentación provocó en su día, como pone de relieve la autora, las críticas de algunos escritores humanistas como Montaigne, que censura las modas siempre cambiantes, la artificiosidad creciente y la afición a todo lo nuevo por el sólo hecho de serlo.
Otros tratadistas como el famoso Baltasar de Castiglione, cuyo famoso retrato nos ha dejado Rafael Sanzio, criticarían a los cortesanos italianos por su tendencia a adoptar modas de otros países europeos en detrimento de las tradicionales.
A través de la forma de vestir determinadas sociedades expresaban simbólicamente sus ideas sobre el poder, la propiedad, la independencia política, el sexo, sus creencias, su profesión o su pertenencia a un determinado grupo social.
Pero el Renacimiento es al mismo tiempo una época de gran curiosidad por otros mundos, y así Durero viajó a Venecia, donde copió los estudios de orientales de Gentile Bellini, o Amberes, donde pudo admirar tantas maravillas importadas desde otros continentes como el americano.
La autora dedica páginas muy interesantes a otros artistas que continuaron las que podrían calificarse de estudios etnográficos de Durero como Christoph Weiditz (1500-1559), de Augsburgo, que representó en sus grabados sociedades étnicamente mixtas como la española, con sus moriscos, o las de América, con sus indios.
Otro alemán, Sigmund Heldt, llevó a cabo por aquel entonces la mayor compilación de trajes de todo el mundo, mayor incluso que la más famosa del veneciano Cesare Vecellio.
Heldt incorporó en su libro anteriores descripciones etnográficas de africanos, indios americanos, musulmanes cristianizados, turcos, pero también de otros individuos que tenía más cerca, ciudadanos de la propia ciudad de Nuremberg o campesinos de sus alrededores.
En otro tratado de ese tipo, el "Trachtenbuch" (Libro de Trajes), de 1577, el grabador Hans Weigel hizo una descripción de trajes de distintos países y grupos étnicos, incluidos los vascos, que serviría luego de modelo a otros como los del citado Vecellio, que se publicarían a finales de siglo.
Entre los grandes artistas que fijaron también su mirada en otras culturas está Hans Burgkmair, de Augsburgo, que ilustró un texto de su compatriota Balthasar Springer, quien había acompañado al primer virrey portugués de la India, Francisco de Almeida.
Burgkmair representó en monumentales litografías, que se copiarían después muchas veces, a los hotentotes de África occidental y a las gentes de Cochin (India).
En resumen, esta obra de la historiadora de Cambridge Ulinka Rublack, de 354 páginas y más de 150 ilustraciones en color, permite examinar desde una perspectiva tan original como interesante el siempre fascinante mundo del Renacimiento.
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